Fotos: Abelardo Delgado / DeChalaca.com
Distinta, muy distinta. En el camino no hay gritos, insultos ni amenazas, sino chicos y chicas con pasado de cachimbos que corren hacia el estadio rápido, pero sin buscar billeteras en su camino. Sí se respira el aroma a noche de Copa, pero con familias enteras en vez de manchas de amigos -más de una con Kentucky en mano-, y solo niños con la camiseta del campeón nacional. En las tribunas, nadie sigue un mismo coro. Apenas algún “vamos Perú” puede ser replicado en masa. Todos quieren que gane el mismo equipo, pero cada cual sigue su propio libreto de aliento. Son nueve mil almas buscando ganarles a once chilenos, pero sin sintonía. En Norte, algunos cuantos saltan acompasadamente intentando amedrentar a la pequeña barra de Católica que trajo más banderas que gente, pero nada pasa de algunos saltos. En Oriente, la ‘Muela’ y el pollo de Pio’s Chicken aplauden juntos y enarbolan el mejor reflejo sociológico del fenómeno San Martín: cualquiera suma, aun en el folclor.
En la cancha, el equipo juega sin presión pese a estar desde temprano en contra. Luchan la bola hasta morir más por estigma de grupo unido -mérito indiscutible de Rivera- que por reconocimiento o temor al respetable. Aplausos se ganan por doquier: desde el carisma de Pedrito García hasta el jamás tan ponderado salto de Silva, desde la garra del paraguayo Ovelar hasta la gambeta exagerada del argentino Díaz. Igual, esa gente no los fastidiaría.
La Universidad va por el camino correcto. Al no haber podido establecer aún su localía en Santa Anita y captar -como dictan los cánones de cualquier fútbol civilizado- hinchaje barrial, convocar masivamente al Perú y balnearios es la vía más eficiente para ir acumulando, aunque sea a cuentagotas, algo de fidelidad hacia los colores.