En su primera campaña como entrenador, Juan Reynoso vivió el vaivén de las grandes épicas: tomó a un equipo que andaba a los tumbos, coqueteó con el fondo de la tabla y terminó ratificando su carácter ganador con un título. El patrón de juego del Bolognesi del ‘Cabezón’, seguramente, no habría sido el mismo si este no cargara en la mente algunas vivencias que marcaron su carrera.
Un repaso a los momentos más importantes de la vida futbolística de Juan Máximo Reynoso Guzmán (Lima, 28 de diciembre de 1969) delatan lo indiscutible: ante cualquier otra cosa, el ‘Cabezón’ es de aquellos personajes que nacieron para pisar una cancha y vivir, gozar, sufrir y triunfar en torno de lo que les ocurra sobre ella.
Diciembre de 1987. Apegado al trabajo desde sus inicios, aquel sábado 5, un día antes del partido que su Alianza debía jugar con San Agustín, trotó intensamente por el campo de Matute para demostrar que ya se había recuperado de una molesta lesión. Pero Marcos Calderón, como se diría coloquialmente, no entraba en vainas. "Corrí fuerte para demostrar que estaba bien y la lesión me recrudeció”, diría Reynoso después. Al ‘Oso’ eso le importaba muy poco: “No va”, fue su respuesta escueta. Eso determinó que el martes 8, un joven de 17 años que ya se había hecho de un sitio en la volante blanquiazul no estuviera en la nómina de pasajeros que abordó un Fokker de la Marina de Guerra rumbo a la eternidad. En medio del dolor de los días postreros, la prensa no dejaba de reparar en un detalle: de los cuatro jugadores que habitualmente alternaban en el equipo y habían sobrevivido al accidente, el ‘Cabezón’ era el único que pertenecía a la saga de los ‘Potrillos’ -Juan Illescas, el ‘Gatito’ Espino y ‘Colibrí’ Rodríguez eran de otras generaciones-. Por algo, entonces, luego de que el ‘Nene’ Cubillas dejara el club tras el subcampeonato posterior a la tragedia, la capitanía cayó en su juvenil brazo. Juan, hecho para sufrir. Al lado de perder a todos sus compañeros de promoción antes de cumplir la mayoría de edad, cualquier vivencia difícil que le depare el fútbol, como estar una rueda sin ganar al frente de un equipo colero, es manejable. Juan, como ‘Bolo’, duro ante la adversidad.
Enero de 1993. Conferencia de prensa en el Lolo Fernández para anunciar el jale del verano. En épocas en que no existían Kouris o Farahs que hubieran hecho apología pública del transfuguismo, que el capitán de Alianza Lima se estuviera enfundando para los flashes la camiseta de Universitario no tenía, siquiera, respaldo dialéctico alguno. Nicolás Delfino y Alfredo González -sí, en alguna época conversaban- habían gestado la transferencia y aunque sonara rarísimo, Reynoso era de la ‘U’ en un verano en que Alianza se debatía en una crisis económica terrible y apostaba a afrontar la campaña con juveniles (Waldir y compañía). Alguna vez trascendería que, en su última tarde en Matute, el ya afianzado zaguero central fue consultado en privado por su decisión; dicen que caminó hacia Occidente con el periodista, le mostró un carrito sanguchero y le comentó que, los días de partido, era atendido por el ex golero de un cuadro nisei de Pueblo Libre que se había retirado la temporada anterior, tras el descenso de su club. “Yo no quiero hacer taxi a los 30”, remataría el ‘Cabezón’. Sin duda, para el hincha tal razón valía poco o nada, y sería muy posible que el periodista de hoy, de volver a ser el niño de ayer, destrozara otra vez en pedacitos el póster del capitán con la camiseta blanquiazul auspiciada por el Banco de Comercio. Juan, traidor. Tiempo después, cuando daba su primera vuelta olímpica con la ‘U’ y unos hinchas vestidos de quinceañera recordaban que aliancismo y campeonato eran, por entonces, sustantivos incompatibles, la balanza se inclinaría hacia el lado de la decisión correcta, esa que le abrió las puertas del fútbol mexicano; como cuando desde el banco tacneño sacaba del campo a figuras -Cominges, Vásquez- para hacer cambios que aseguraran un resultado, mezquino pero útil, a toda costa. Juan, como ‘Bolo’, pragmático.
Octubre de 1997. No tenía la espectacularidad de Balerio para atajar penales a Bengoechea, la fortuna de Pereda para embocar un golazo en Barranquilla o el carisma del ‘Chorri’ para levantar al Nacional con un tiro esquinado en el arco uruguayo. Pero a lo largo de toda la Eliminatoria que estaba a punto de depositar a Perú en Francia ’98, el capitán había sido el más parejo desde la defensa central, más allá de que nunca le hubieran faltado críticos. Quien suscribe recuerda imborrablemente la tarde del 2 de junio de 1996, ante Colombia en el estadio Nacional, cuando un insoportable hincha sentado una banca atrás hacía las veces de sucursal de dos seudoperiodistas con apodo de felinos y se la había pasado desde el primer minuto tildando a Oblitas de argollero y a Reynoso de lento. Corrían 2’ del complemento y los epítetos habían llegado a tal nivel de lo insoportable que no quedó más que voltear a decirle al tipo que se callara de una buena vez; lo curioso es que, efectivamente, se calló, pero no por el reclamo, sino porque el resto del estadio se había parado a rugir un gol. Al volver la mirada al campo, la retina no alcanzó a ver el tanto, pero sí al ‘Cabezón’ abrazado por Zegarra lleno de grito furioso de gol en la boca, el gol que hizo que Perú empezara a pelear por algo en esa Eliminatoria. El aprendiz de tigrillo no habló más, pero seguramente sí lo hizo 16 meses después después, cuando en Santiago de Chile tuvo lugar la jugada que, a diferencia de la anterior, todos asocian con el apellido Reynoso al evocar esa Eliminatoria: centro a Salas, marca débil del capitán peruano, ‘Matador’ bajándola de pecho en su casa, 4-0 humillante. Juan,
desafortunado. Y es que, para las cámaras, siempre estuvo en el momento menos indicado, como cuando en 1999 disparó un penal a los cielos de Asunción frente a México y Perú quedó fuera de la Copa América; como cuando luego de haber obtenido un triunfazo de visita en medio de la indiferencia del televidente frente a Millonarios en Bogotá, planteó un esquema defensivo en Tacna, ya ante la expectativa general, que terminó firmando su derrota por penales otra vez.
Juan, como ‘Bolo’, poco mediático.
Marzo de 2000. Capitán e ídolo del Cruz Azul mexicano por siete temporadas, con el dorsal ‘4’ en espaldas, era el líder del plantel que debía empezar a disputar las Eliminatorias rumbo a Corea-Japón 2002. En el discurso, formaba parte de los sueños de Francisco Maturana: aun cuando una reciente derrota en las semifinales de la Copa de Oro ante Colombia se había gestado por un fallo de Reynoso, el DT le había endilgado públicamente la responsabilidad a Oscar
Ibáñez, por lo cual parecía un hecho que contaba con su plena confianza, y hasta comentaba en círculos públicos que su juego se asemejaba al de Franco Baresi. Pero el ‘Pacho’ y el verso eran uno solo, y el nombre del ‘Cabezón’ jamás apareció en el listado de convocados para el primer partido ante
Paraguay. Lo borraron, y para colmo el técnico jamás le explicó por qué. La verdad no tardaría en aparecer: la Comisión que encabezaba Lánder Alemán quería que el liderazgo en el camarín lo llevara un jugador más manejable al discutir el reparto de premios, y no alguien que acostumbraba matar por sus compañeros en las negociaciones y cuyo roce internacional no lo hacía presa fácil de los acostumbrados entuertos dirigenciales del medio. Juan, siempre reclamando. El
zaguero cerró la puerta y, con los principios claros y a diferencia de lo que harían muchos de sus colegas, jamás volvió al seleccionado en tanto este siguiera siendo manejado de la misma forma -hasta hoy-; como cuando protestaba por los errores arbitrales en contra de Bolognesi no con el típico argumento de muchos miembros de la ANEF -“me están robando mi comida”-, sino con un mejor pensado “venimos desde fuera para contribuir a la mejora del entorno del fútbol peruano, este es el tipo de fallas que debemos corregir”. Juan, como ‘Bolo’, luchador.
Diciembre de 2007. La vuelta olímpica en el Jorge Basadre y las calles tacneñas se comenzó a gestar, quizá, tres años antes. Apuntó alguna vez Renato Cisneros en su columna ‘El Dardo’ que Reynoso se había retirado del fútbol el mismo día que el ‘Puma’ Carranza y, a pesar de ser un contemporáneo tanto o más exitoso, nadie le había dado pelota mediática. A lo mejor el ‘Cabezón’, para ganar titulares, debió poner una cebichería en vez de dedicarse a estudiar y trabajar como asistente en el Necaxa, pero lo cierto es que esa inversión le reportó réditos en su arribo al Perú. Técnico de saco y corbata, organizador de conferencias de prensa post-partido, Reynoso ha terminado siendo uno de esos personajes que permiten soñar con un fútbol moderno, auténticamente desarrollado, de primer mundo, en el que se hable de táctica más que de farándula. Con la palabra parca pero respetuosa ante la prensa, con el perfil bajo que lo esconde en el camarín apenas su equipo se consagra campeón para que sean los jugadores quienes se roben el protagonismo ante los micrófonos. Juan, siempre sobrio y elegante. El hombre que en la cabeza alberga más sensatez que las puras ansias de gol características de sus colegas encontró, en la frontera sur, simbiosis con un pequeño enclave de trabajo planificado, filosofía de largo plazo, promoción de jugadores y nula desesperación ante los malos resultados eventuales. Juan, como ‘Bolo’, serio y campeón.