A continuación, una defensa cerrada del reglamentarismo a pesar de compartir con muchos de sus críticos la firme creencia de que si el fútbol cuenta con un activo fijo que garantiza su subsistencia, ese es el talento individual.
Las lágrimas de Bojan Krkic Pérez (Linylola, 28 de agosto de 1990) tras ser expulsado por el árbitro brasileño Salvio Fagundes en la reciente semifinal jugada entre España y Ghana por el Mundial Sub-17 han despertado las solidaridades más diversas en el universo futbolero. Amén de las lógicas reacciones de las fanáticas enamoradas del niño de moda del balompié mundial, no han escaseado las peroratas sabihondas de comentaristas en todo el mundo que se rasgan las vestiduras en nombre del futbolista virtuoso y en condena del supuesto daño que se hace a una competición privándola de su mejor jugador. Incluso en este Perú generoso en el que sobran quienes opinan acerca de todo, no han faltado reniegos frente a cámaras exclamando que un juez como Fagundes ha demostrado con su decisión “no haber sabido nunca lo que es patear una pelota de fútbol”.
Sin lugar a dudas, las voces locales que se alzan en ese sentido gritarían en dirección contraria si, por azares de la ronda previa, el rival de semifinales de España no hubiera sido Ghana sino Perú. Es más que seguro que Krkic habría dejado el traje de Oliver Aton para convertirse en el Steve Hyuga favorecido por el peso de su camiseta que amenazaba a Reimond y su pandilla. Así que, para no perder más tiempo en charlas con la pared, es preferible repasar qué lecciones dejan circunstancias similares en la historia del fútbol mundial -mientras otros siguen investigando las edades de los Sub-17 ghaneses por si están aptos para pasar una prueba en Cantolao-.
Para tarjetas rojas que destruyen sueños, cuál ejemplo podría resultar mejor que la expulsión de Zinedine Zidane en la final de la última Copa del Mundo. Qué amante auténtico del fútbol, luego de aquel recital de ‘Zizou’ frente a los brasileños, no soñaba con una despedida por la puerta grande del francés, más todavía luego de su penal ejecutado “a lo Panenka” en los primeros minutos del cotejo ante Italia. Pero Horacio Elizondo, con su facha de Gargamel, complicaría la vida a los suspiritos bleus y se las arreglaría indirectamente a los azzurros. ¿Alguien podría decir que hizo mal su trabajo? Impulso justificado, reacción imperdonable: la pelada de Zidane fue donde no debió y al rato se retiró mirando la Copa de reojo. Cualquier habitante del mundo decente del fútbol detesta con razón a Matterazzi; a Elizondo, en cambio, solo cabe aplaudirlo a rabiar por haber cumplido con su -incómoda, pero honesta- labor.
Otros casos han sido más parecidos al de Krkic. Dos de ellos, también recientes, tuvieron como protagonista al mismo hombre de negro: el austriaco Urs Meier. Quizá no muchos hayan caído en la cuenta de que fue él mismo quien, con sendas tarjetas amarillas en semifinales, impidió a Michael Ballack disputar la final del Mundial 2002 y a Pavel Nedved participar de la final de la Champions League 2002-2003 con la selección alemana y la Juventus, respectivamente. Como Bojan, tanto el germano como el checo habían sido los héroes en los partidos que clasificaron a sus equipos a las finales respectivas: Ballack anotándole a Corea del Sur y Nedved encabezando una épica remontada ante el Real Madrid. Pero cometieron infracciones. Meier hizo su tarea. Los jugadores fueron sancionados. Sus equipos sintieron sus ausencias. Como la Francia de Zidane o la España Krkic, terminaron como subcampeones.
No hay que ser abogado ni entender demasiado de leyes para percatarse de que la sanción asignada cumplió su cometido. Y es que ese es el espíritu de la norma: ejercer un acicate sobre el infractor para estimularlo a que no vuelva a cometer su falta. En mundiales hay más ejemplos como los anteriores, en los que el talento de los sancionados tampoco hizo vela en el entierro. Claudio Caniggia se perdió la final de Italia 1990 al recibir una amarilla de parte del francés Michel Vautrot en la semifinal contra el anfitrión; Alessandro Costacurta sufrió lo mismo en EE.UU. 1994 cuando otro francés, Joel Quiniou, lo amonestó en la semifinal ante Bulgaria y lo hizo perderse la final contra Brasil. Ambos también vieron, desde la tribuna, a los rivales llevarse la Copa. Una excepción fue el capitán francés en el Mundial de 1998, Laurent Blanc, quien, expulsado por el juez español García Aranda en la semifinal contra Italia, sí vio alzar la sus compañeros en Saint-Denis ante Brasil -con Ronaldo en las condiciones en que se presentó aquella tarde, a los galos les bastó y sobró el empeño del pelado Leboeuf en la zaga-.
Por supuesto, en este apurado recuento es imposible omitir la mayor “perla” que el fútbol local registra respecto de fallos arbitrales en contra de grandes ídolos. Los protagonistas: César Cueto y Alberto Tejada, en el verano de 1998. Jugaban un amistoso un combinado de extranjeros que militaban en el campeonato local versus otro de futbolistas nacionales reforzado, como invariable imán de taquilla, por el ‘Poeta’. Entre chiches y toques, aquella tarde Cueto ya había visto una amarilla antes de cometer una falta fuerte a poco del final del primer tiempo, y al médico-réferi (hoy alcalde de San Borja) no le quedó otra que expulsarlo por doble amonestación. El público presente en el Nacional se le vino encima a Tejada, y fue tal la presión -medios incluidos- que para el segundo tiempo, se resolvió que el ‘Poeta’ volviera al campo de juego. El juez acató la decisión, pero habiéndose primero marchado él a vestuarios y dejado su lugar al cuarto árbitro. Alguien que había dirigido ya en un Mundial y aspiraba a hacerlo en otro no podía avalar tal despropósito reglamentario con su presencia, declararía luego con razón Tejada. La sinrazón dirá que esa tarde el público se fue feliz a su casa al ver una vez más a su ídolo en el campo. Algún atrevido preguntará qué lección les quedó a los niños que vieron aquel partido por televisión. Quizá algún profesor que durante el último año debió mediar para evitar los cabezazos en los pechos de los rivales tenga una buena respuesta.
Quien suscribe, por si a alguien le interesa, tiene un único póster de un futbolista en el cuarto y ese es una imagen de Cueto. Como fuere, la historia conserva un consuelo para los empedernidos perdonavidas de ídolos: en el Mundial 1962, la gran figura de la competición, Manoel dos Santos ‘Garrincha’, anotó dos goles en el triunfo 4-2 en semifinales de Brasil sobre el anfitrión Chile. Sin embargo, a los 83’, con el partido definido, el réferi peruano Arturo Yamasaki lo expulsó tras una confusa acción por una agresión al meta mapochino Rojas. Por alguna casualidad de la vida que en el mismo Brasil despierta múltiples versiones, el informe arbitral del encuentro no llegó a tiempo a la FIFA para la final (cabe recordar que por entonces aún no había tarjetas en el fútbol y las uspensiones no eran automáticas), por lo que el gran Garrincha pudo jugarla y contribuir a que la verdeamarelha pudiera alzar la Jules Rimet tras vencer 3-1 a Checoslovaquia.
Yamasaki tiene una estatua de cera en un museo de México, país donde desarrolló el grueso de su carrera. A la industria del fútbol, irónicamente, nunca le resultará rentable vender pósters de Elizondo o Meier, o alguna estampita de Salvio Fagundes.